El agua acariciadora bajo las sombras de los álamos, lenta y conquistadora, al ritmo del espíritu libre y natural, se desliza por el cauce del río, haciendo sonar en su camino su eterno murmullo… Sobre un quebrado tajo se cierne la consciencia de un niño, de un “despierto” que juega con la belleza a construir verdades imperecederas. A su espalda se eleva una imponente y rocosa montaña; arroyos y manantiales de agua pura y cristalina nacen entre las grietas y la maleza, por los agrestes barrancos crecen robustos castaños…, las zarzas y el matorral espinoso pueblan lugares inaccesibles y vírgenes, habitados por huidizas criaturas… el soplo del aire hace vibrar las hojas, y el sol pone sus vivarachos destellos en este profundo y somnoliento paraje de alta montaña, donde la inercia del instante empuja al espíritu hacia espacios de inmarcesible beldad.
Quien no anhela conquistar horizontes lejanos bien puede sumergirse en este agradable olvido. Quien huye del trasiego mundano y de la aciaga y materialista voluntad de la ciudad bien puede encontrar aquí la paz. Quien sabe ya de sobra que la vida auténtica es un flujo que va por dentro, además de un diálogo entablado con uno mismo, bien puede dejarse arrobar por el incesante arrullo del líquido elemento, bien puede dejarlo vibrar de igual modo en su corazón. Quien renegó de los lujos modernos de la urbe, de ese imperio de sombras reproductoras de más sombras de imágenes, y dio al fuego toda la vana idolatría de los míseros medios de incomunicación, bien puede contemplar en la obra natural el verdadero templo de dios, y su más fidedigna imagen. Quien comprendió que el gran Hacedor sólo se manifiesta por medio de esta Suma prEsencia catalizadora de la energía sideral del universo, de esta constante impermanencia, de este cósmico fluir… ése es el auténtico Hijo de la Tierra, y su esencia es su humanidad y la de todo cuanto lo envuelve.